En el Espejo divino, la Biblia, podemos contemplarnos a nosotros mismos o podemos contemplar a Cristo.
Es bueno usarlo primero para mirarnos a nosotros mismos y ver la ruina que ha traído el pecado. Pero no nos detengamos aquí. Que un hombre se mire en un espejo y encuentre el sol en él y la gloria se reflejará en su rostro. Y así es con la Palabra. Cuando nos vemos en ella necesariamente debemos desilusionarnos, pero cuando lo buscamos en la Palabra y lo encontramos allí, ¡su gloria arroja su reflejo sobre nosotros!
¿Qué necesidad tenemos entonces de ocultar nuestros rostros? Si David pudo decir: “A él miraron, y fueron alumbrados, y sus rostros no se avergonzaron” (Sal. 34:5), ¡cuánto más debería decirse esto de nosotros! Sabemos, o deberíamos saber, más de Él que los de los días de David, y esas Escrituras especialmente dirigidas a nosotros nos envían, no a proclamar las justas demandas de Dios, sino a proclamar a Cristo, el Justo, que cumplió estas demandas en el Calvario y ofrece justificación y vida a todos.
Y como, en nuestro estudio de las Escrituras, nos volvemos de la vergüenza del hombre a la gloria de Cristo; a medida que lo contemplamos y vemos todo lo que tenemos y somos en Él, nos volvemos cada vez más como Él, “transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (II Corintios 3:18).