El apóstol Pablo tenía mucho que anhelaba enseñar a los creyentes hebreos (verdades maravillosas que habrían conmovido sus corazones), pero esas verdades eran “difíciles de pronunciar”, o difíciles de explicar, ya que eran “tardos de oído”. La palabra “torpe” en Heb. 5:11 en realidad significa “perezoso” o indiferente (como en Heb. 6:12). No sólo tenían problemas de audición, como decimos, sino que eran demasiado perezosos, demasiado indiferentes espiritualmente para prestar atención. No estaban lo suficientemente interesados.
Esta es siempre una condición grave a la luz del hecho de que “Dios ha hablado” y que la desobediencia a Su Palabra será juzgada (Heb. 1:1,2; 2:1-3). Sin embargo, desgraciadamente, ésta es la condición de la Iglesia profesante hoy. La gran mayoría de las personas religiosas no están lo suficientemente interesadas en lo que Dios ha dicho como para dedicarse a un estudio diligente y con oración y, como a los de los días de Pablo, todavía se les debe enseñar “los primeros principios” de la Biblia. Han seguido siendo niños espiritualmente, incapaces de digerir nada más que “leche”, y por eso siguen siendo “inexpertos en la palabra de justicia” (Heb. 5:12-14).
¿Qué ha provocado esta condición? ¿Será porque nuestras Biblias están siendo quemadas y la Iglesia perseguida por leerla? ¿Es porque Dios no está dispuesto a llevarnos más hacia Su verdad? Seguramente no. Esto se debe a que tantos hombres de Dios en altas posiciones ya no tienen la única pasión de conocer la Palabra de Dios y darla a conocer. Dios podría utilizarlos tanto en la enseñanza de las Escrituras como lo fueron sus predecesores, pero son “perezosos para oír” y por lo tanto pueden presentar a sus oyentes poco que sea de verdadero valor.
Esto, a su vez, se refleja en las masas religiosas. “Aman” sus Biblias, pero no lo suficiente como para estudiarlas diligentemente y llegar a ser trabajadores a quienes Dios pueda aprobar. No seamos contados entre ellos. Más bien, que sea nuestro gran deseo obtener una comprensión clara de la Palabra de Dios, correctamente dividida, por Su bien, por nuestro propio bien y por el bien de las almas necesitadas que nos rodean.