Un Acuerdo Solemne

by Pastor Cornelius R. Stam

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El Apóstol Pablo, refiriéndose a su viaje a Jerusalén para comunicar a los apóstoles y ancianos de allí las buenas nuevas que le habían sido encomendadas, dice:

“Y subí por revelación y LES COMUNICÉ EL EVANGELIO QUE YO PREDICO ENTRE LOS GENTILES, pero en privado a los que eran de reputación, para que no corriera, o hubiera corrido en vano… Y cuando Santiago, Cefas [ Pedro] y Juan, que parecían ser columnas, percibieron la gracia que me había sido dada, NOS DIERON A MÍ Y A BERNABÉ LAS MANOS DERECHAS DE COMUNIÓN, para que nosotros fuéramos a las naciones [gentiles], y ellos a la circuncisión [Israel]” (Gálatas 2:2-9).

Aquí, por acuerdo solemne, Pedro, Santiago y Juan prometieron públicamente limitar su ministerio a Israel mientras Pablo iba a los gentiles con su “evangelio de la gracia de Dios”. Esto es llamativo en vista del hecho de que los doce, no Pablo, habían sido enviados originalmente a todo el mundo.

¿Estaban todos ellos fuera de la voluntad de Dios al hacer este acuerdo? ¡De ninguna manera! La subsiguiente revelación prueba que todos estaban muy en la voluntad de Dios y que con el rechazo de Cristo, Dios había introducido un nuevo programa.

A la luz de estas Escrituras es difícil entender cómo alguien puede argumentar que el ministerio de Pablo fue simplemente una perpetuación del de los doce, o que “el evangelio del reino” y “el evangelio de la gracia de Dios” son idénticos.

Si el pasaje anterior enseña algo claramente, enseña el carácter único del apostolado y el mensaje de Pablo. El Apóstol dedica casi dos capítulos de su carta a los Gálatas al hecho de que él no había recibido su mensaje de los doce, sino que se lo había comunicado a los doce.

Él enfatiza el hecho de que aquellos que habían sido enviados primero a todas las naciones, “comenzando en Jerusalén”, ahora, bajo la guía del Espíritu Santo, acordaron entregarle su ministerio gentil a él para que pudiera proclamar por todas partes “el evangelio de la gracia de Dios”, como se encuentra en Ef. 2:8,9 y Rom. 3:24.


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