La primera lección que todo creyente en Cristo debe aprender es que inmediatamente después de creer se le da vida eterna. Refiriéndose a este hecho Efesios 1:13,14 dice:
“En quien también vosotros confiasteis, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación; en quien también habiendo creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa”.
Fíjese bien, el creyente no está sellado por el Espíritu Santo, sino “con” el Espíritu Santo. El Espíritu mismo es el sello. Todo creyente sincero en Cristo, entonces, debe regocijarse por una redención lograda y descansar en el hecho de que el Espíritu Santo lo mantendrá eternamente a salvo.
Pero si bien no podemos perder al Espíritu Santo, podemos contristar al Espíritu Santo, y a menudo lo hacemos, como leemos en Ef. 4:30. Por eso se nos dice en Rom. 8:26 que el Espíritu “ayuda en nuestra debilidad” e intercede por nosotros, para que vivamos una vida que agrade y honre a Dios.
Sin embargo, el hecho maravilloso es que “nada”, ni siquiera un Espíritu agraviado, “nos separará del amor de Dios” (Rom. 8:38,39). Así, en el mismo aliento con el que el Apóstol nos exhorta a no contristar al Espíritu, nos asegura nuevamente que ese mismo Espíritu nos mantiene eternamente seguros:
“Y no contristeis al Espíritu Santo de Dios, con el cual estáis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30).
¿Esto fomenta una vida descuidada? Aquellos que piensan así han perdido el sentido del llamamiento de Pablo. El Apóstol no advierte al creyente que si contriste al Espíritu se perderá. Más bien, en gracia exhorta:
“No entristecáis al mismo Espíritu que con misericordia y amor os ha sellado para siempre como suyos. No pagues tanto amor con tanta ingratitud”.