“Así como también David describe la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el hombre a quien el Señor no imputa pecado” (Rom. 4:6-8).
Obviamente, David no sabía más acerca de la presente “dispensación de la gracia de Dios” que Abraham, y ciertamente no vivía bajo la dispensación de la gracia. Vivió bajo la dispensación de la Ley, cuando se requerían sacrificios para ser aceptados por Dios. Si David hubiera dicho que la ofrenda de sacrificios era innecesaria, habría sido apedreado según la Ley.
Pero David, a diferencia de muchos hoy, entendió el propósito de la Ley Mosaica: traer al hombre culpable ante Dios. En el Salmo 130 dijo: “Si Tú, Señor, miras las iniquidades, oh Señor, ¿quién se mantendrá firme? Pero en Ti hay perdón.” No sabía cómo Dios podía absolver con justicia a un pecador culpable, pero creía que era un hecho y se regocijaba en Sal. 32: “Bienaventurado aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto… a quien el Señor no culpa de iniquidad…”
¡Gracias a Dios, ahora sabemos la razón! Dios ha revelado a través de Pablo, el primero de los pecadores salvados por gracia, cómo Él puede ser “justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom. 3:26). Es porque “Al que no conoció pecado, [a Cristo] Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (II Cor. 5:21).
La bienaventuranza de David puede ser nuestra también, si hacemos lo que hizo David: confiar en Aquel que misericordiosamente perdona el pecado y (como sabemos ahora) justifica a los creyentes sobre la base de la obra redentora de Cristo.