“…el evangelio… ha llegado a vosotros, como en todo el mundo, y lleva fruto, como también en vosotros, desde el día que oísteis de él, y conocisteis la gracia de Dios en verdad” (Col. 1:5,6).
¡Qué maravilloso ver el evangelio de la gracia de Dios hacer su obra! Pablo ni siquiera había visto a los colosenses. Sólo les había enviado misioneros desde Éfeso con las buenas nuevas de la gracia de Dios, pero esto había producido resultados sorprendentes.
Dondequiera que se predique el evangelio de la gracia de Dios en su pureza, produce resultados. Nadie que escuche ese mensaje puede salir igual. O lo considerará una completa tontería y se endurecerá, o verá su vital importancia y se suavizará. Al final, será condenado eternamente o salvado y justificado eternamente por su respuesta a ese mensaje.
“La predicación de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para nosotros los que nos salvamos, es poder de Dios” (I Cor. 1:18).
“Cristo crucificado… a los llamados… poder de Dios y sabiduría de Dios”
(I Corintios 1:23,24).
“El poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16).
Nótese bien: es “el evangelio de la gracia de Dios”, la “predicación de la cruz”, lo que produce tales resultados. La ley de Moisés nunca lo hizo: “Porque lo que la ley no podía hacer, por ser débil por la carne”, Dios envió a Su Hijo para que lo hiciera por nosotros (Rom. 8:3,4). Por eso Pablo proclamó en Antioquía de Pisidia:
“Sed, pues, notorios, hombres hermanos, que por medio de éste os es anunciada la remisión de los pecados; y en él todos los que creen son justificados de todo aquello de lo cual por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados” (Hechos 13:38,39).
El mensaje de Dios para nosotros es un mensaje de amor, que proclama incluso al pecador más vil que puede ser “justificado gratuitamente por la gracia [de Dios], mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24).