Es emocionante recorrer el Nuevo Testamento y encontrar la palabra “hecho”, y observar cómo nuestro Señor Jesucristo, el gran Creador de todo, se humilló, murió en la cruz del Calvario y resucitó de entre los muertos para salvar, justificar y glorificar a los pecadores.
San Pablo dice de Cristo: “Todas las cosas fueron creadas por él y para él” (Col. 1,16), y San Juan añade por inspiración: “Todas las cosas fueron hechas por él; y sin Él nada de lo que fue hecho fue hecho… El mundo fue hecho por Él” (Juan 1:3,10).
¡Qué maravilloso es, entonces, que Él, el Creador de todo, haya llegado a ser uno con nosotros, sí, uno de nosotros! Juan nos dice nuevamente que el Hacedor de todo fue “hecho carne” (Juan 1:14) y Pablo declara que “cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley… (Gál. 4:4), que Él “se despojó a sí mismo… y se hizo semejante a los hombres” (Fil. 2:6,7). En su carta a los Hebreos añade que Cristo fue “hecho [por] un poco [un tiempo] menor que los ángeles para padecer la muerte” (Heb. 2:9). Más que eso, declara que nuestro Señor “fue hecho maldición por nosotros” (Gálatas 3:13) para redimirnos de la maldición de la ley, y que Dios “por nosotros lo hizo pecado…” (II Cor. .5:21).
Así, de un solo golpe, en el Calvario, nuestro Señor, el gran Creador, llevó la pena por el pecado que habría hundido al mundo en el infierno, y por esto “Dios también le exaltó hasta lo sumo” (Fil. 2:9), “lo resucitó de entre los muertos y lo puso a su diestra en los lugares celestiales, muy por encima de todos…” (Efesios 1:20,21). “Dios hizo a este mismo Jesús… Señor y Cristo” (Hechos 2:36), de modo que ahora ha sido “hecho más alto que los cielos” (Heb. 7:26).
Como resultado, el creyente más simple en este poderoso Salvador es “hecho… acepto en el Amado” (Efesios 1:6) y “hecho [para] sentarse… en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:6). Él es “hecho justicia de Dios en él” (II Cor. 5:21), “para que, justificados por su gracia, seamos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna” (Tit. 3:7).