La mayoría de las personas se sorprenden cuando se enteran de que el Antiguo Testamento, aunque tres veces más extenso que el Nuevo, no contiene ni una sola promesa acerca de ir al cielo. El pueblo de Dios, en los tiempos del Antiguo Testamento, esperaba una tierra glorificada, con el Mesías como su Gobernante.
Esto fue así incluso cuando nuestro Señor estuvo en la tierra y continuó estando así durante Pentecostés. Pedro, dirigiéndose a sus parientes justo después de Pentecostés, dijo en esencia: “Arrepiéntanse, y Dios enviará a Jesús aquí” (Ver Hechos 3:19-20), pero Pablo, en sus epístolas, dice por inspiración divina: “Creed, y Dios te llevará allí”.
Este apóstol de la gracia nos enseña que Dios ya ha dado a los creyentes en Cristo una posición y “todas las bendiciones espirituales” en los lugares celestiales en Cristo (Efesios 2:4-6; 1:3). Y enseña además que al final de esta dispensación de gracia “los muertos en Cristo resucitarán” y “nosotros los que vivimos y quedamos seremos arrebatados juntamente… para encontrarnos con el Señor… y así estaremos siempre con el Señor” (I Tes. 4:16,17).
Así es como Pablo, el apóstol especial de Dios para nuestros días, declara que “nuestra conversación [o ciudadanía] está en los cielos” (Fil. 3:20) y escribe sobre “la esperanza que os está guardada en los cielos” (Col. .1:5). Por eso es que anima a los santos perseguidos, diciendo: “Vosotros… tomasteis con gozo el despojo de vuestros bienes, sabiendo… que tenéis vosotros una mejor y pedurable herencia en los cielos.” (Heb. 10:34). Y así escribe incluso sobre la muerte:
“Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciera, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos” (II Cor. 5:1).
“…morir es ganancia…partir y estar con Cristo…es mucho mejor” (Fil. 1:21,23).