Hace años se le pidió a un hombre de Dios que predicara en el funeral de un joven soldado cuyos padres no eran salvos.
Durante el curso de su mensaje, el predicador trató de inculcar en sus oyentes el hecho básico de que “la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).
Esto molestó mucho a los padres. Después del servicio se quejaron: “Esto es vergonzoso. Nuestro hijo no era un pecador”.
La verdad era que poco antes de su muerte este joven había hecho lo que todo verdadero cristiano nacido de nuevo ha hecho. Se reconoció a sí mismo como un pecador perdido y, confiando en Cristo como su Salvador, había sido salvado tan gloriosamente que sus padres estaban desconcertados de que pudiera estar tan feliz frente a la muerte.
El más simple creyente en Cristo entiende todo esto. Sabe que para el “viejo” la muerte del cuerpo es en verdad una “descarga deshonrosa” por las leyes violadas, las órdenes desobedecidas, las responsabilidades no cumplidas y los fideicomisos traicionados. Pero para el “nuevo hombre, la muerte del cuerpo es el vestíbulo a través del cual es conducido a la bendita presencia del “Capitán de nuestra salvación”, Aquel que “por la gracia de Dios probó la muerte por todos” para poder “llevar muchos hijos a la gloria” (ver Hebreos 2:9,10).
Por eso leemos en Hebreos 2:14,15:
“Así que, por cuanto los hijos [de Adán] participaron de carne y sangre, él [Cristo] también participó de lo mismo; para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo;
“Y libra a los que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre”.
No es de extrañar que el simple mensaje de salvación de San Pablo fuera: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” (Hechos 16:31).