“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres… Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:32,36).
El verdadero creyente en el Señor Jesucristo disfruta de una libertad gloriosa, y nuestro Señor mismo dijo que no hay ataduras… “Seréis verdaderamente libres”, libres incluso del más opresor de todos los amos: el pecado. Si bien la Ley nunca salvó a un hombre del pecado, el Señor Jesús, por Su muerte en el Calvario, lo hizo, porque leemos que “Cristo murió por nuestros pecados”.
Por eso el Apóstol escribió por inspiración divina: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de la servidumbre” (Gál. 5, 1). Sus cartas atronan severas reprensiones contra los creyentes que “desean estar bajo la ley”. A los cristianos colosenses escribió:
“Nadie, pues, os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo; que son sombra de lo por venir; mas el cuerpo [sustancia] es de Cristo” (Col. 2:16,17).
Pero la verdadera libertad se usa para el bien, de lo contrario sólo se vuelve a la servidumbre de nuevo, porque todo lo que vence al hombre se convierte en su amo (2 Pedro 2:19), y hacer el mal sólo puede dañarnos a nosotros mismos y a los demás. Así el Apóstol dice además:
“Pero mirad que esta vuestra libertad no se convierta en tropezadero para los débiles” (I Corintios 8:9).
“Porque, hermanos, a libertad habéis sido llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros” (Gálatas 5:13).
“…Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que permite” (Rom. 14:22).