El hombre, por naturaleza, tiene miedo de Dios. Cuando Adán pecó por primera vez, debería haber ido inmediatamente a Dios para pedir misericordia y perdón. En cambio, hizo exactamente lo que millones están haciendo hoy: corrió y se escondió de Dios para que Dios tuviera que venir a buscarlo, por así decirlo, llamando: “Adán… ¿dónde estás?” (Gén. 3:9).
Muchas personas que se consideran buenas, moralmente, como los que las rodean, o incluso mejores, sin embargo se sienten muy incómodas en un lugar de culto, donde los creyentes oran y alaban a Dios juntos. Esto se debe a que en el fondo de su corazón saben que han “pecado y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:23).
Los tales, sin embargo, pueden llegar a conocer, amar y disfrutar a Dios por medio de la fe en Cristo. Él mismo era Dios manifestado en la carne, vino a la tierra en amor para pagar por nuestros pecados en la cruz del Calvario, para que podamos tener “redención por su sangre, el perdón de los pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1). :7).
En cuanto a los que responden con fe agradecida y confían en el Señor crucificado, resucitado y glorificado para salvación, el apóstol Pablo dice:
“Así que, justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos acceso por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom. 5:2).
La paz con Dios, y la comunión que naturalmente resulta de ella, es el tesoro más precioso que puede contener el corazón humano. Sin embargo, nuestra comunión con Él aquí en la tierra es solo el comienzo. Lea cuidadosamente Efesios 5:25-27 y vea cómo tomó sobre sí mismo forma humana, y murió, para tenernos para sí mismo para siempre:
“…Cristo… amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella… para presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante; sino que sea santo y sin mancha.”