Cuando Alejandro Ávila fue declarado culpable de secuestrar y asesinar a Samantha Runnion, de cinco años, su madre, Erin habló en su sentencia. En parte, ella le dijo: “No tienes absolutamente ninguna idea de lo atroces que fueron tus crímenes… Pero simplemente no te importa … nuestras vidas se hicieron añicos … deberías arrepentirte … No me arrepiento de que te atraparan; no lamento que tu vida desperdiciada será tomada … pero lamento que hayas tomado una vida, la vida de una niña muy especial “.1
Es una triste realidad que, con demasiada frecuencia, la gente pida perdón por haber sido atrapada, pero no se arrepienta del mal que ha hecho. Los creyentes tampoco son inmunes a esta insensibilidad. Hemos sido testigos de esto personalmente cuando los cristianos cotillean, mienten, destruyen reputaciones, roban, causan divisiones entre iglesias y más. El apóstol Pablo lo vio también en su tiempo. Él advirtió a los santos en Corinto, “… cuando vuelva … yo tenga que llorar por muchos que antes han pecado y no se han arrepentido de los actos de impureza, inmoralidad sexual y libertinaje que han cometido” (II Corintios 12:21). Esta práctica desafiante hacia el pecado continuo debe romper el corazón de Dios. En su lugar, él desea la respuesta del Salmo 51:17, “Los sacrificios de Dios son un espíritu quebrantado. Al corazón contrito y humillado no desprecias tú, oh Dios”. Afortunadamente, así es exactamente como el santo pecador, descrito en I Corintios 5, reaccionó cuando fue reprendido y disciplinado por la iglesia. Él se sentía “… entristecidos hasta el arrepentimiento; pues han sido entristecidos según Dios, para que ningún daño sufrieran de nuestra parte… Porque la tristeza que es según Dios genera arrepentimiento para salvación [liberación de prácticas pecaminosas] de lo que no hay que lamentarse … Pues he aquí, el mismo hecho de que hayan sido entristecidos según Dios, ¡cuánta diligencia ha producido en ustedes! ¡Qué disculpas, qué indignación, qué temor, qué ansiedad, qué celo y qué vindicación! En todo se han mostrado limpios en el asunto” (II Corintios 7: 9-11). Permitió que su corazón se rompiera por su maldad, y buscó corregir su comportamiento genuinamente.
Querido creyente, ¿cómo respondes cuando sabes que has pecado o has perjudicado a alguien más? ¿Lo racionalizas desafiante, lo ignoras, lo disculpas, continúas haciéndolo, o demuestras el tipo de tristeza divina descrita? ¿Sientes pena si te atrapan y sufres consecuencias, o lo sientes porque tu conducta fue incorrecta, hiriente y ofensiva para el Señor? Permitamos que el Señor hable a nuestros corazones acerca de desarrollar un patrón de verdadero dolor piadoso.