“Y cuando hubieron cantado un himno, salieron…” (Mateo 26:30).
A menudo nos hemos preguntado cuáles podrían haber sido las palabras de ese himno sagrado, pero Dios ha creído conveniente ocultarnos esto por el momento.
Tenemos en nuestras Biblias muchas grandes expresiones poéticas: el Cantar de Moisés, el hermoso Magníficat, todos los Salmos y muchos otros poemas, pero el himno que nuestro Señor y Sus once apóstoles cantaron aquella noche antes de salir del Cenáculo era evidentemente un bien conocida canción, en la que todos podían participar. Casi podemos imaginar a nuestro Señor diciendo: “Antes de irnos, cantemos…”.
No sabremos las palabras de ese himno sagrado hasta que lleguemos al cielo, pero sí sabemos esto: Nuestro Señor y Sus apóstoles no abandonaron el Aposento Alto llorando y lamentándose. Aunque Su alma había estado profundamente turbada al acercarse la terrible hora de Su sufrimiento y muerte, Él podía decir: “¿Qué diré? Padre sálvame de esta hora? Mas para esto he venido a esta hora” (Juan 12:27). Aunque profundamente entristecido por la vil traición de Judas, “habiendo amado a los suyos…los amó hasta el extremo” (Juan 13:1), y sus palabras de consuelo y alegría durante estas últimas horas ahora están coronadas con el canto de un himno: un himno, una canción de alabanza.
Aunque las palabras de ese himno todavía nos son desconocidas, la lección de su canto no debe perderse. Si la escena del Aposento Alto se cerró con el canto de un himno, seguramente se nos puede dar la gracia de cantar las alabanzas de Dios en medio de nuestras pruebas menores. Y si nuestro Señor, “por el gozo puesto delante de Él, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza” (Hebreos 12:2), seguramente nuestras cargas pueden —y deben— ser aligeradas a través del conocimiento de que por Su gracia, “ nuestra leve tribulación, que es momentánea, obra en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (II Corintios 4:17).