Hace unos 3.000 años David escribió en el Salmo 16:11: “…En tu presencia hay plenitud de gozo…”. Tenía razón, porque no hay mayor alegría que la comunión personal con Dios. Sin embargo, David no podía conocer la plenitud del gozo de la que ahora se habla en las epístolas de Pablo, porque no conocía a Cristo, quien más tarde vino al mundo como Dios, manifestado en carne, para morir por nuestros pecados. No sabía que Cristo haría plena satisfacción por el pecado y resucitaría de entre los muertos para confirmar nuestra justificación. David tampoco sabía que a los creyentes se les daría la vida de resurrección de Cristo, y una posición, y “toda bendición espiritual EN LOS CIELOS en Cristo” (Efesios 2:4-6; 1:3).
Cuando Pablo escribió que Dios ha llamado a los creyentes “a la comunión de su Hijo”, se refirió a una comunión espiritual y celestial, mucho más íntima y preciosa que cualquier otra disfrutada previamente por el hombre mortal. Esta comunión debe disfrutarse por fe, pero es una fe basada en hechos, el hecho de que Cristo ciertamente murió nuestra muerte y resucitó de entre los muertos para que podamos participar de Su vida y disfrutar de una posición a la diestra de Dios en Cristo. Por eso el apóstol Pablo insta a los creyentes de esta dispensación de la gracia a “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col. 3:1).
Tanto Pedro como Juan llegaron a saber mucho de esta comunión a través de Pablo, quien fue enviado a Jerusalén “por revelación” para dar a conocer a los líderes allí “EL EVANGELIO QUE PREDICO ENTRE LOS GENTILES” (Ver Gálatas 2:2-9; II Pedro 3:15-18). Por eso Juan escribe en I Juan 1:3,4: “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Y estas cosas os escribimos, PARA QUE VUESTRO GOZO SEA COMPLETO”.